AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO.
Por Ramón Peralta
Cuando el Partido de la Liberación Dominicana recorría los barrios de los Mina y los Tres Brazos, con el diputado Ramón Cabrera al frente, llegaban rumores antes que las comitivas: decían que lo acompañaba un hombre incontrolable, de palabra filosa y maneras incendiarias, que más que sumar, restaba, y que le hacía daño a la figura que debía resaltar. Ese hombre era Delvys Lanfranco.
Y sin embargo, cuando aquel muchacho de verbo atropellado y espíritu belicoso aspiró al Comité Central del partido, voté por él. Lo hice no por simpatía, ni por convicción, sino por la vieja disciplina que nos amarra a las estructuras de un equipo, aunque desafinen en el alma. Su carácter explosivo espantaba a muchos, sus posturas sin medias tintas lo volvían incómodo, y mi voto fue un acto de obediencia más que de esperanza. Pero el tiempo, con su modo testarudo de poner todo en su sitio, terminó dándome la razón sin saberlo, Lanfranco lo merecía.
Llegó al Comité Central peleando, como siempre. Discutía con propios y extraños, mordía la mano que lo aplaudía y maldecía a quien no lo miraba de frente. Pero tenía algo que escasea en los salones refrigerados de la política, lealtad. Defendía a capa y espada al hombre que le había dado un espacio en ese mundo donde todos sonríen y pocos sienten. Y no solo lo defendía a él: también se lanzaba al barro en nombre del líder del partido, del grupo al que pertenecía, del sueño al que se había aferrado como un náufrago.
Cuando el PLD fue expulsado del poder como un huésped ruidoso al que ya no se quiere en casa, muchos callaron, otros huyeron, unos pocos lloraron. Lanfranco no. Se irguió como un gladiador al que no le informaron que el circo había cerrado, y salió a defender a los funcionarios, al expresidente, a los suyos, en medio del griterío de una sociedad que pedía cadenas y sangre para todos los que habían gobernado.
No sé de dónde sacaba la información que publicaba ni me interesa saberlo. Lo cierto es que la soltaba en sus redes como quien lanza piedras al tejado de los poderosos, y cada piedra resonaba. Lanfranco se convirtió en una marca, no por marketing, sino por insistencia. No solo en Santo Domingo Este, sino en cada rincón donde la política se huele y se discute con pasión de barrio.
No lo hizo repartiendo flores ni escribiendo frases de autoayuda. Lo suyo fue una batalla con más cicatrices que aplausos. Enfrentó al poder como quien enfrenta a un monstruo sin escudo. Puso en riesgo su libertad, fue perseguido por funcionarios con apellidos pesados y cuentas bancarias heredadas. En uno de esos enfrentamientos, una exvicepresidenta de la República alta dirigente de su propio partido no dudó en alinearse con el poder económico de un tal mascarilla, un funcionario poderoso que llevara la máscara de la avaricia, y lanzó su desprecio contra ese comunicador salido de un callejón humilde, que no tenía más armadura que su palabra.
Hoy, Lanfranco sigue creciendo como sombra al mediodía. Sus comentarios se esperan con la ansiedad con que se espera la noticia que nadie se atreve a decir. Miles lo siguen no porque les caiga bien, sino porque dice lo que otros piensan y no se atreven a pronunciar.
Si alguien me preguntara quién es la figura más influyente en la comunicación política del PLD en Santo Domingo Este y quizá en toda la oposición, no tendría que pensarlo dos veces, porque es Delvis Lanfranco. No porque lo diga yo, sino porque lo grita la realidad, aunque a muchos les incomode, incluso a mi.
Y si me preguntan si me cae bien, mentiría si dijera que sí. Lanfranco no está hecho para caer bien. Pero cuando pienso en Jesucristo, no olvido aquella frase que tanto pesa como redime: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Sería un acto mezquino negarle a Lanfranco el lugar que se ha ganado con trabajo, dolor y terquedad.
Ahora que las canas piensan por mí y la militancia partidaria me queda tan lejos como los amores de juventud, no me queda duda. Si esta democracia quiere sobrevivir al olvido y la comodidad, necesita muchas voces como la de Lanfranco, tercas y verdaderas, que hablen donde otros callan y recuerden que el pueblo aún respira.