AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO
ESCRITO POR: Jaime Rincón
La reciente sentencia del Tribunal Constitucional de la República Dominicana, que permite las candidaturas independientes sin el aval de los partidos políticos, marca un antes y un después en la política nacional. Este fallo, que empodera a los ciudadanos y rompe con el monopolio de los partidos sobre las candidaturas, ha provocado un mar de lágrimas entre los líderes partidistas, quienes hoy lamentan lo que nunca supieron defender con el ejemplo.
La historia nos enseña que las instituciones políticas fuertes son esenciales para la democracia, pero también que su debilidad es un peligroso caldo de cultivo para el populismo y el caos. Sin embargo, esta fragilidad no surge de la nada: es fruto de las malas prácticas y del desprecio por los principios que sustentan la democracia representativa. El caso dominicano no es una excepción, y sus partidos políticos llevan años erosionando su propia legitimidad.
En 2016, todos los partidos se reservaron las candidaturas en violación del espíritu competitivo de la democracia. Ese acto, basado en la imposición y no en la competencia, fue un golpe a la libre participación ciudadana. En 2024, la situación no mejoró: los partidos recurrieron al método de encuestas para designar candidatos, un proceso que, lejos de ser democrático, resultó ser un mecanismo opaco y arbitrario. Los resultados están a la vista: los candidatos “elegidos” por las encuestas no lograron ganar, exponiendo la desconexión entre las cúpulas partidarias y la voluntad popular.
Ejemplos históricos subrayan cómo la falta de coherencia y de apego a los valores democráticos termina minando a los propios partidos. En 1994, el PRI de México sufrió una crisis de legitimidad tras décadas de prácticas clientelistas y autoritarias, lo que dio paso a las reformas electorales que terminaron rompiendo su hegemonía en el 2000. En Venezuela, la debilidad y corrupción de los partidos tradicionales como Acción Democrática y COPEI abrieron la puerta al ascenso del chavismo en 1998, con consecuencias devastadoras para la democracia del país.
Hoy en América Latina, los partidos enfrentan el mismo dilema: reformarse o desaparecer. En el caso dominicano, la sentencia del Tribunal Constitucional es una oportunidad para reflexionar y corregir el rumbo. No se trata de eliminar los partidos, sino de fortalecerlos a través de la transparencia, la competencia interna y el compromiso con la ciudadanía.
Ejemplos abundan en diferentes regiones donde candidatos ligados al narcotráfico han sido avalados por los partidos, eclipsando liderazgos auténticos que pudieron transformar sus comunidades. En lugar de promover figuras que representen los intereses colectivos, se priorizan intereses personales y económicos, dejando a la ciudadanía sin alternativas reales. Esta dinámica corroe la confianza pública, refuerza la desafección hacia el sistema y termina fortaleciendo el clamor por las candidaturas independientes. Los partidos, al permitir estas prácticas, no solo se convierten en cómplices del deterioro de la democracia, sino que también condenan su futuro. La sentencia del Tribunal Constitucional, lejos de ser una amenaza, es una consecuencia directa de estas decisiones, un grito desesperado de la ciudadanía en busca de dignidad política.
Los partidos políticos deben entender que el poder no es un patrimonio eterno. Si insisten en darle candidaturas a personas sin mérito, familiares cercanos o figuras cuestionables, como ha ocurrido tantas veces, continuarán cavando su propia tumba. Esta sentencia no es el fin del sistema de partidos; es un llamado urgente a su transformación. ¿Responderán al desafío o seguirán llorando lo que ellos mismos provocaron?