sábado, mayo 31, 2025
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La Traición: Una Herida que Atraviesa la Historia

AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO.

Por: Julio César Garcia Mazara, MA

La traición es una de las acciones más repudiadas por cualquier sociedad, no solo por el daño que provoca, sino por el quiebre moral que representa. Desde los albores de la historia hasta nuestros días, la traición ha sido un tema recurrente que define el carácter de las naciones, los líderes y las relaciones humanas.

Uno de los casos más emblemáticos en la historia es el de Judas Iscariote, cuya traición a Jesucristo por treinta piezas de plata quedó grabada como el símbolo máximo de la deslealtad. Este acto no solo cambió el rumbo del cristianismo, sino que marcó culturalmente lo que entendemos por traición: un acto de egoísmo disfrazado de cercanía.

En la política, la traición ha sido constante. En Roma, Bruto, el hijo adoptivo de Julio César, participó en su asesinato en el Senado, pronunciándose la famosa frase: “¿Tú también, Bruto?” Esa puñalada no solo acabó con un hombre, sino con la confianza en las alianzas políticas del imperio.

Avanzando en el tiempo, figuras como Benedict Arnold en la Revolución Americana o Vidkun Quisling durante la ocupación nazi en Noruega, muestran cómo la traición no solo se da por ideales, sino por ambición, miedo o conveniencia. Sus nombres, hasta hoy, se utilizan como sinónimos de traidor.

Otro caso relevante es el de Efialtes de Tesalia, en la antigua Grecia, quien traicionó a sus compatriotas revelando a los persas un paso secreto durante la Batalla de las Termópilas. Este acto permitió la derrota de los 300 espartanos liderados por Leónidas y selló su nombre como infame por generaciones.

En América Latina, los procesos de independencia y las luchas civiles también estuvieron marcados por traiciones: líderes que pactaron con el enemigo, aliados que negociaron en la sombra, y gobiernos que traicionaron a sus pueblos prometiendo justicia y entregando represión. El caso de Antonio López de Santa Anna en México es paradigmático: pasó de héroe nacional a villano histórico tras perder Texas y vender territorio mexicano a Estados Unidos, acciones que muchos consideran imperdonables.

En la India, el nombre de Mir Jafar aún resuena como un símbolo de traición por haber facilitado la victoria británica en la Batalla de Plassey en 1757, allanando el camino para el dominio colonial. Su ambición personal tuvo consecuencias nefastas para millones.

Ya en el siglo XX, el caso de Philby, el espía británico que trabajaba secretamente para la Unión Soviética, mostró que incluso en las democracias modernas, la traición puede colarse en las más altas esferas del poder.

En la región andina, el régimen de Alberto Fujimori y su asesor Vladimiro Montesinos reveló una de las traiciones más cínicas a la democracia: mientras hablaban de lucha contra el terrorismo, instauraban una red de corrupción, manipulación mediática y represión brutal. El pueblo peruano aún carga con las secuelas.

Hoy, en pleno siglo XXI, la traición ha cambiado de forma, pero no de esencia. Se manifiesta en la política con promesas rotas, en la diplomacia con acuerdos incumplidos, y en la sociedad con la creciente pérdida de la ética colectiva. En tiempos de redes sociales y globalización, la traición se transmite en segundos y se normaliza peligrosamente, diluyendo la indignación.

La traición, en cualquier tiempo, siempre tiene un mismo rostro: el del oportunismo. Lo que la historia nos enseña es que, aunque el traidor pueda obtener un beneficio momentáneo, su legado está condenado al desprecio de la memoria colectiva. Traicionar es, en última instancia, traicionarse a uno mismo.

Es urgente que como sociedad volvamos a valorar la lealtad, la coherencia y la integridad. La historia ya tiene suficientes Judas, Brutos y Quislings; lo que necesita hoy son ciudadanos y líderes que prefieran la verdad, aunque duela, antes que la conveniencia que divide.

 

 

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