AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO
Vivimos en una era donde los límites de lo aceptable se han diluido convirtiéndonos en testigos de un fenómeno alarmante como la normalización de la vulgaridad en casi todos los ámbitos de la vida pública. Canciones que romantizan lo denigrante con letras explícitas, programas de televisión que trivializan la dignidad humana, locutores de radio que recurren al lenguaje soez como recurso humorístico, y una avalancha de contenido en redes sociales que celebra lo superficial. Lo que antes era considerado inapropiado, hoy se consume y se acepta con una naturalidad inquietante.
Este fenómeno no solo surge de una casualidad o moda pasajera, sino que es un síntoma de problemas más profundos. Es un reflejo de los valores que como sociedad estamos priorizando o más bien, dejando de lado. Nos enfrentamos a una crisis donde el respeto, la decencia y la responsabilidad parecen haber perdido terreno frente al afán de entretener a cualquier costo.
El ejemplo más evidente está en la música, muchas de las canciones que dominan las listas de popularidad tienen letras que glorifican la violencia, el machismo y la falta de respeto. Artistas que podrían usar su influencia para inspirar a las nuevas generaciones eligen, en cambio, perpetuar estereotipos degradantes. Esto era motivo de rechazo o censura hoy forma parte del día a día, encontrando un espacio privilegiado en la cultura popular.
En la televisión y la radio, el panorama no es el mejor. Los programas que apelan al morbo, los insultos y el espectáculo chocante son los que alcanzan mayores niveles de audiencia. Los medios, que alguna vez fueron guardianes de la cultura y la educación, ahora priorizan la rentabilidad sobre la responsabilidad social. Programas de figuras públicas de renombres con una carga de producción cultural, educativo y de sano entretenimiento se han visto en la obligación de salir del aire debido a la baja en los rating y falta de anunciantes.
La aceptación de lo vulgar no solo afecta nuestra sensibilidad como consumidores, sino que también tiene implicaciones profundas en cómo nos relacionamos como sociedad. Al tolerar y consumir este contenido, estamos enviando un mensaje a las generaciones más jóvenes, que ser irrespetuoso y ofensivo no solo es aceptable, sino deseable.
Además, esta tendencia genera un círculo vicioso. Al aumentar nuestra tolerancia a lo no apropiado, disminuimos nuestra capacidad de indignarnos y cuestionar. Lo que en un momento escandalizó, hoy solo provoca indiferencia, y lo que debería avergonzarnos se convierte en tema de conversación cotidiana.
El cambio debe empezar por nosotros mismos, como consumidores. ¿Qué elegimos escuchar, ver y compartir? ¿Qué ejemplos les damos a nuestros hijos, amigos y comunidades? También es necesario exigir a los creadores de contenido mayor responsabilidad, y a las instituciones reguladoras, un control más efectivo sobre lo que se emite en los medios de comunicación masivos. La creatividad no tiene que ser vulgar para ser popular, ni el entretenimiento debe ser ofensivo para ser atractivo.
En última instancia, la normalización de la vulgaridad no es más que un reflejo de cómo estamos dejando de valorar la dignidad, el respeto y la profundidad. Rescatarlos no es una tarea fácil, pero es una responsabilidad colectiva que no podemos seguir ignorando.