AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO.
Por: Julio César Garcia Mazara, MA
En la historia dominicana, pocas figuras despiertan tanta admiración, controversia y respeto como el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó. Su nombre no solo representa una época turbulenta en la República Dominicana, sino también el eco profundo de la dignidad y el coraje frente a la injusticia. Caamaño no fue un político tradicional ni un militar obediente a las estructuras de poder. Fue un hombre que decidió, en medio del caos, ponerse del lado del pueblo y de la legalidad institucional, aun a costa de su vida.
Nacido el 11 de junio de 1932 en el Hospital Padre Billini del Distrito Nacional, Caamaño provenía de una familia de profundas raíces militares. Su padre, el general Fausto Caamaño Medina, fue parte del engranaje trujillista, lo cual hace aún más notable el camino de ruptura ética que seguiría el hijo. Desde joven, Francisco Alberto demostró disciplina, formación castrense y vocación de servicio. Sin embargo, la obediencia ciega al poder no sería uno de sus sellos: la suya sería una lealtad a los principios, no a los regímenes.
En 1965, cuando estalló la Revolución de Abril, Caamaño emergió como líder inesperado pero decisivo. Ante el golpe de Estado de 1963 que derrocó al presidente Juan Bosch, Caamaño asumió la defensa de la Constitución con firmeza. La historia lo registra no solo por oponerse a los golpistas dominicanos, sino por resistir con valentía la invasión estadounidense que, con el pretexto de proteger intereses foráneos, intervino militarmente en suelo dominicano. Su célebre negativa a rendirse ante el embajador de los Estados Unidos —”lucharemos hasta el final”— no fue una simple frase, sino un manifiesto de soberanía que aún resuena.
El Congreso Nacional, reconociendo la legitimidad de su liderazgo, lo proclamó presidente constitucional el 3 de mayo de 1965. Desde esa breve tribuna, emitió decretos que simbolizaban la refundación de una nación: renombró lugares emblemáticos con sentido patriótico, promovió una narrativa de justicia, e intentó gobernar desde el honor y no desde la ambición. Pero su gobierno fue efímero. La firma del Acta de Reconciliación y la presión internacional forzaron su renuncia en septiembre del mismo año.
El exilio en Londres no apagó su espíritu. Desde allí, y posteriormente desde Cuba, planeó una acción guerrillera para derrocar al nuevo régimen instaurado por Joaquín Balaguer, el delfín de Trujillo, quien había regresado al poder mediante unas elecciones cuestionadas. Su desembarco en Playa Caracoles en febrero de 1973 fue una hazaña suicida: apenas nueve hombres en un país vigilado por un aparato represivo letal. A trece días de su llegada, fue capturado, torturado y ejecutado extrajudicialmente por órdenes del alto mando militar, con la complicidad del presidente Balaguer.
El caso de Caamaño trasciende la lucha armada. Su ejecución extrajudicial representa uno de los episodios más oscuros de la represión política dominicana del siglo XX. Que hoy, más de medio siglo después, no se sepa con certeza dónde están sus restos, es una deuda abierta del Estado con su historia y su pueblo.
Sin embargo, su legado ha resistido la niebla del olvido. Escuelas, avenidas, canciones y monumentos rinden homenaje al “Coronel de Abril”. Pero más importante aún: Caamaño vive en el imaginario de una nación que, una y otra vez, se ha visto enfrentada al dilema de su soberanía, de su dignidad, de su democracia.
Francisco Alberto Caamaño Deñó no fue un mártir accidental. Fue un hombre consciente, lúcido, decidido a encarnar los valores más nobles de la República. Su vida fue una declaración permanente de resistencia frente al autoritarismo, al entreguismo y a la ignominia. Recordarlo hoy no es solo un acto de memoria histórica, sino un acto de defensa activa de la democracia que él defendió con su sangre.
Y como escribió Pedro Mir: “un hombre así, que muere así, no muere”.