lunes, abril 28, 2025
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Mariano Sanz Martínez: un año después

AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO.
Mariano Sanz Martínez

Mariano Sanz Martínez

 

Hace un año nos dejaste a tus cuatro hijos, dieciséis nietos y cuatro bisnietos en la tierra, como tu mejor legado. Tu vida es casi un siglo de historia dominicana, aunque tu cultura y tus viajes testimonian la historia del siglo XX. Aquel joven antitrujillista que casi pierde la vida por una opinión mal dada; esa historia donde te escondiste en un baúl y pasaste las mil y una, temiendo por tu vida, nos enseñó lo que era vivir en un régimen de fuerza y no de leyes. Aquel arquitecto que estudió en Santo Domingo y luego en Israel, aprendiendo la resiliencia de ese gran país, el cual nunca dejaste de mencionar.

Aquel joven que se encontró con Peña Gómez en la calle Rivoli de París, donde hablaron —me contaste— de socialismo, de amistades, del PRD y de don Juan. Recuerdo que siempre me decías que don Juan era brillante, pero medio “sordo” y que Peña era el mejor corazón que habías conocido. De Balaguer me dijiste siempre que fue tu primer desamor, al que terminaste explicando o entendiendo. Aquel empresario constructor que todo lo logró, para luego perderlo todo y volverlo a ganar. Al final me decías que te diste cuenta de que todo lo habías ganado con tan solo entender lo que era realmente importante. Me dijiste: “A veces perseguí todo sin saber que todo lo tenía aquí mismo, cerquita, en ustedes y tu madre”.

Cuando un hijo escribe de su padre, pretender ser objetivo es un inútil ejercicio de vanidad. No pretendo eso, pero sí pretendo contar algunas cosas de don Mariano, como todos le decíamos. Lo de “don” no era por autoritario ni por imponente; muy al contrario, jamás le escuché una palabra descompuesta o alta, tan diferente a “otros” personajes de mi familia. Lo de “don” era por el respeto que siempre inspiró. Y aquí les cuento algunas de esas conversaciones con el arquitecto, que siempre me pintan lágrimas en los ojos al recordarlo. Un día, jovencito y travieso, yo cometía una de esas estupideces hijas del matrimonio terrible de la energía y la juventud, y él me decía: “Yayo, se puede vivir de muchas formas, pero no de cualquier forma. En vez de estar de tonto perdiendo el tiempo, comienza a leer para que tu mente despierte”. Ese día me regaló Los tres mosqueteros de Dumas y Los miserables de Víctor Hugo. De esa conversación salí lector, y por lector me hice abogado. Recuerdo cómo a Marianito (su preferido, aunque nunca lo admitió, en broma) le dio una trompada porque mi hermano se fue a surfear un fin de semana sin hablar con nadie. Simpático Marianito. A Zaida la relajaba, pues ella se celebraba sola; si nos olvidábamos de su cumpleaños, era una crisis monumental. Después la relajaba. De Alejandra admiró su fe y terminó siendo la más cercana a él, tanto, que peleaban y se arreglaban a diario. A todos nos trató con ternura, y por eso todos coincidimos en que, si hubiera una universidad para papás, una de las aulas más grandes llevaría su nombre. De mí, bueno, una vez me cogió pintando su carro de otro color y me dio un par de “consejos”.

A mi papá no le gustaba la política y decía de los abogados: que servíamos para poco. Yo le decía que para qué se casó con una y crió a otro. Sin embargo, sabía más de leyes que muchos abogados, y de política todavía recuerdo sus sabios consejos. Por ejemplo, me dijo desde que conoció a Luis, mucho antes de ser presidenciable: “Yayo, ese muchacho tiene fuerza en el espíritu y no tiene cómo salir ni bruto ni pendejo”. Tenía razón. Al margen de sus experiencias en la dictadura y de que su familia política fue siempre parte de las luchas democráticas, al arquitecto, más que la política, le gustaba la cultura. Participante de momentos cumbre de nuestra historia, ya sea en la defensa de nuestra democracia, cuando el golpe a Juan Bosch, en los aportes al entonces glorioso PRD o en su profunda amistad con Peña Gómez —de la que he hablado— y con Jacobo, de quien fue quizás más cercano. Una vez me dijo de esos dos: “Si hubieran cultivado su amistad en vez de sus vanidades, el país sería muy diferente. Ambos tenían más que aportar y se dejaron llevar por cantos de sirena”. Sabia lección para los que hoy tratamos. Mi padre estudiaba la política más que practicarla. Su carrera como arquitecto lo llevó a diseñar la terminal de Sans Soucí, el edificio emblemático de este Listín Diario, la sede de lo que fue Bancrédito y luego Tricom. Diseñó, también, obras de infraestructura en gran parte del sur del país. Fue pionero en diseño de hoteles y villas turísticas. Recuerdo que me decía de Pedernales, cosas que hoy veo a Luis Abinader lograr. Nadie conocía más las historias de las guerras mundiales que él, la de Roma, la de Grecia. Siempre me dijo: “Yayo, si no has leído sobre Grecia ni Roma, nada sabes de la condición humana”. Me presentó autores que todavía me acompañan como André Malraux, Jean-Paul Sartre, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y muchos otros.

Mi madre, su esposa de cincuenta y tantos años, me dice que la frase “calma bajo tormenta” la inventaron para él. Su matrimonio siempre fue intenso, cómico y riesgoso. Todavía recuerdo las historias de cuando mi mamá salía a buscarlo o a matarlo. Y digo eso solo relajando a medias. Las naciones son las historias de sus mujeres y hombres. Vivimos en un país donde pueden ser tus padres uno de Castillo, un pueblo lejano de San Francisco de Macorís, y la otra, una capitaleña. Puedes quedarte huérfano temprano y tener que, al mismo tiempo de terminar tus estudios, mantener a tu madre y hermana. Puedes vivir en una tiranía y sufrir sus embates para luego prosperar en un país libre. Casarte con una mujer de personalidad regia y de una familia exigente; formar familia y criarla con méritos; ser empresario, diseñador, bailador, bebedor, intelectual, escritor, amigo, compadre, quebrar, resurgir y, sobre todo, sabio. Si todo eso puedes hacerlo y cuando a tus 89 años te despides de tu gente con la frente en alto, mirando a una de tus hijas y diciéndole: “Eres una gran persona”. Si cuando te vas, te lloran riéndose, has parafraseado a Julio César: llegaste, viviste y venciste.

Redacción

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