AGENDA ORIENTAL, SANTO DOMINGO.
En defensa de la democracia y contra el peligro que aún acecha.
Hay fechas que no deben pasar como cualquier otra. Son recordatorios de lo que fuimos… y de lo que no podemos volver a ser.
Hace 64 años fue ajusticiado Rafael Leónidas Trujillo, símbolo de una de las dictaduras más crueles de América. Su caída marcó el fin de una época oscura: de miedo, obediencia ciega y supresión de libertades. Aquel acto fue el final de la tiranía, pero también, el comienzo de una nueva posibilidad: imaginar una República Dominicana fundamentada en la dignidad humana y en el respeto a los derechos y libertades democráticas.
Pero la democracia, más que un destino alcanzado, es una tarea permanente. Se alimenta del pensamiento crítico, del pluralismo, del derecho a disentir, a asociarse, a expresarse y a vivir sin temor. Su fortaleza se mide más por la conciencia con la que las personas se niegan a retroceder que por las leyes que se aprueban.
No podemos dar por cumplida la tarea con el fin de la dictadura o con los avances democráticos alcanzados. Hay que derribar actitudes autoritarias que persisten en nuestras instituciones y, muchas veces, en nosotros mismos; en hábitos y costumbres de servidores públicos, actores sociales y dirigentes políticos. El miedo al desacuerdo, el culto a la obediencia, la arrogancia del poder sin escucha siguen presentes, a veces de manera disimulada. El autoritarismo se recicla: cambia de rostro, de discurso, de excusas. A veces se presenta como eficiencia, como orden o como una supuesta necesidad de imponer justicia o garantizar seguridad.
A Trujillo no se le ajustició para siempre. Hay que derrotarlo cada día, negándonos a aceptar cualquier forma de autoritarismo, incluso —y sobre todo— aquellas que vienen disfrazadas de sentido común. No hay dictaduras eternas, pero sí hay nostalgias del látigo que a veces se disfrazan de orden. La democracia no muere de un golpe, sino con diminutos actos cotidianos que pueden venir de cualquier lado, desde el poder, desde los medios o desde los ciudadanos; muere de indiferencia, de comodidad, de breves intolerancias, de la incapacidad de escuchar ideas distintas a las propias. La dictadura vuelve a vivir si aceptamos, aun sin darnos cuenta, pequeños excesos legitimados en nombre del orden, la justicia, la eficacia o la tradición.
Defender la democracia es, en esencia, vivir y actuar como ciudadanos conscientes de nuestras libertades, no solo como derechos adquiridos, sino como responsabilidades que nos obligan a pensar y a decidir. Ser libres no es —solo o siempre— hacer lo que queremos, sino saber que somos responsables de lo que hacemos con nuestra libertad. Es asumir la carga de decidir quiénes somos, mientras ayudamos a transformar un país que también nos da forma a nosotros, en esa trama de vida, historia y cultura de una nación.
Ejercer la ciudadanía es, por tanto, un acto radical de autenticidad; se trata de construir colectivamente el espacio donde podamos disentir sin miedo, actuar sin servilismo, convivir sin imposiciones. Ser demócrata es entender que no hay destino colectivo sin libertad personal responsable, y que esa libertad no se garantiza sola: hay que defenderla, cultivarla, ampliarla.
Por eso, la memoria no es solo un ejercicio conmemorativo: es un compromiso con el presente. No recordamos la era de Trujillo para quedarnos anclados en el pasado, sino para reconocer lo que aún debemos superar. Para entender que el peligro no es solo el regreso de un tirano (aunque sea “cool”), sino la normalización de prácticas autoritarias en nombre de cualquier causa.
Hoy es una ocasión propicia para renovar la promesa de no permitir jamás que el miedo gobierne en nombre de ninguna excusa: ni de orden, ni de paz, ni de justicia, ni de seguridad. Que nada justifique que el miedo sustituya nuestra libertad.
Somos herederos de una ruptura valiente. También somos responsables de que aquella valentía no se convierta en anécdota, sino que se mantenga viva como un mandato moral.